Al final del corredor

 


Encontraron en la televisión una de esas películas de terror norteamericanas de alto presupuesto pero poca originalidad.

Los padres de la anfitriona dormían en la habitación al final del corredor, más allá del living, más allá del cuarto de su hija, más allá del baño. Eran las tres de la mañana y no había más sonido en el mundo que el que salía del televisor y el de las ruidosas bolsas de papas fritas. Sin embargo, por momentos podían oír el viento silbando suavemente del otro lado de la puerta, entrando por la ventana que sabían abierta, en el pasillo, junto a la última puerta del piso.

         Estaban a oscuras y la luz del televisor les iluminaba los rostros, mientras sus cuerpos se escondían bajo una gran frazada. Del resto de la habitación lo único visible era el pequeño foquito rojo que brillaba desde la llave de la luz, a la derecha de la puerta que daba al pasillo.

Mientras tanto, en la película, uno de los personajes –que creían era la protagonista– escuchaba maullar a su gato, una y otra vez; y lo buscaba por toda la casa, sin éxito, por lo que salía al patio trasero siguiendo el sonido.

La música tensaba el aire.

En medio de la noche, la mujer se topa con una criatura envuelta en sombras que la cámara nunca enfoca y que termina por devorarla. En la siguiente escena, el novio de la devorada ex protagonista se preocupa porque ella no ha vuelto, y empieza a escuchar al gato maullando nuevamente.

En el lapso de unos diez minutos, la película se basó en escenas donde el maullido del gato se repetía incesantemente, mientras el chico lo buscaba por todos lados en la casa, yendo de aquí para allá inútilmente. El gato siempre estaba en otro lugar y el monstruo parecía verlo escondido siempre desde un rincón.

         Mientras la película seguía su recorrido, una de las cuatro chicas miraba intrigada hacia la puerta que daba al corredor del edificio. Tomó el control remoto y apretó el botón que llevaba la inscripción “Mute”. Miró a sus amigas e hizo un ademán de que escucharan, llevando su mano abierta hacia la oreja. Todas se quedaron en silencio y la noche se quebró con un sonido que las hundió en profunda angustia: el maullido de un gato al otro lado de la puerta, reverberando en las estrechas paredes del corredor.

Se miraron, petrificadas por el miedo. El tiempo se detuvo hasta que una de ellas se levantó rápidamente para buscar el foquito rojo. El gato maulló nuevamente y todas se llevaron las manos a la cara: unas para tapárselas por completo y otras solo la boca, con los ojos abiertos enormemente en dirección a la puerta.

La luz amarilla inundó la habitación.

         Ni la discusión en voz baja ni los argumentos importaron demasiado en ese momento. Lo importante fue que el gato seguía del otro lado de la puerta, posiblemente al otro extremo del pasillo, reproduciendo lo que parecía cien veces su llanto cargado de tristeza, sin que nadie en los otros departamentos se enterase siquiera de que estaba allí.

—¿Habrá entrado por la ventana abierta al final del pasillo? —se preguntaron.

Tomaron el poco coraje que pudieron reunir y se asomaron a la puerta que las protegía del viento que entraba por la ventana abierta del piso once, al lado del departamento A. En él vivía un muchacho amigo de la familia de la anfitriona, que era fanático de Lewis Carroll, pero de un día para el otro se mudó y, por lo que sabían, empezó a trabajar en una vidriería.

Esto es típico de las películas, como en esas escenas donde uno empieza a insultar a los personajes cuando se adentran hacia una muerte segura. Pero esto no es una película, y los monstruos no existen en la vida real. 

El departamento de la anfitriona se encontraba frente al ascensor y, al abrir la puerta, la luz del interior agrietó la oscuridad del pasillo. Una de ellas encontró finalmente el interruptor y eliminó las tinieblas del estrecho túnel que daba al oscuro rincón donde estaba la ventana, el gato y el departamento A. El corredor estaba vacío y la luz del único foco que había no alcanzaba a alumbrarlo en su totalidad.

A mitad de camino entre el departamento de la anfitriona y la ventana había otro corredor que se abría a la derecha, dando lugar a un pasillo lóbrego que el foco no llegaba a iluminar. Las chicas, asustadas, atravesaron rápidamente el pasillo, cruzaron el umbral que se abría al corredor del departamento C y se acercaron despacio, en fila, hasta donde estaba un pequeño gato negro de ojos amarillos, que se movía de un lado para otro en la sombras del departamento A. Sus ojos brillaban en la oscuridad como si fuesen faros y lo delataban a pesar de camuflarse en el negro pasillo, donde reposaba asustado y nervioso. Cuando una de ellas se acercó para tocarlo, se dio a la fuga por la ventana abierta –por donde el viento soplaba frío y cargado de gotas de llovizna– cayendo sobre sus patas en la terraza del edificio contiguo. Momentos después, la luz del pasillo se apagó y la oscuridad lo envolvió todo, menos al ascensor, que estaba iluminado por la luz que salía por la puerta abierta.

Mientras tanto, en el televisor la película seguía su curso: en ella el monstruo mira desde las sombras de un corredor escondido cómo un grupo de chicas cruza frente a él en busca del gato que parece escapárseles como a todos los demás personajes. Pero, esta vez, sólo por esas fintas que les gusta a hacer a los directores, el monstruo se queda quieto y ve cómo van y vienen en la oscuridad del pasillo, asustadas porque el temporizador de la llave había hecho que dejara de llegar electricidad al foco. En esa escena, las chicas vuelven corriendo al departamento de donde habían salido. Una de ellas carga algo entre los brazos. Cruzan la puerta y cierran con llave desde adentro, lejos del peligro de esos dientes afilados.

Los padres de la anfitriona se despertaron, exaltados por el griterío. Eran apenas pasadas las tres de la mañana y llamaron a gritos el nombre de su hija, sin obtener respuesta. El hombre se levantó y no se extrañó de encontrar vacía la habitación de su hija, ya que imaginaba que los gritos eran de ella y de sus amigas, pues veía la luz que entraba por debajo de la puerta que separaba el living de las habitaciones. La imagen del televisor proyectaba una escena donde un grupo de chicas acariciaba un gato gris que dormía plácidamente en los brazos de una de ellas. Pero fue lo último que le importó al encontrarse con el caos que había en la cocina: los platos sucios, los restos de salsa, las bolsas de papas fritas, la frazada en el suelo del living, la puerta abierta y el griterío histérico entre los sollozos de los vecinos reunidos en el pasillo junto a la puerta abierta del Departamento A. 

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