El tipo del moño rojo



El tipo tenía un moño rojo.

La fiesta se había organizado a las afueras de la ciudad. El piso negro y lustroso había hecho que, al entrar, me diera una sensación de mareo. Las mesas estaban más elegantes que la novia misma, los números que las ordenaban estaban impresos sobre un papel troquelado, con incrustaciones de firuletes dorados. Sobre los platos, en un papel del mismo talante que el de los números, estaban escritos los nombres de cada uno de los comensales.

Mi nombre aparecía en la misma mesa donde estaba el extraño tipo del moño rojo. Este hombre tenía puesto un frac y, en vez de usar una corbata, como cualquier otro hombre en la fiesta, llevaba su moño con total serenidad. Era completamente calvo y un suntuoso bigote le escondía el labio superior.

Sofía se sentó a mi lado. Traía un vestido rojo, largo y se había recogido el pelo en un complejo entramado de trenzas. Estaba preciosa. Yo, en cambio, me sentía un monigote encerrado en el traje: la espalda me dolía y una corbata horrenda me ahorcaba.

El mantel rojo rozaba el piso y era casi del mismo color que el vestido de Sofía. No se hizo esperar la cargada de un conocido de ella a su lado, preguntándole por qué se había vestido con un mantel.

La mesa era circular y nosotros nos sentamos frente al hombre del moño rojo: el mantel, el vestido, el moño. Todo rojo. Algo se movió bajo la mesa. Sobresaltado, me puse de pie por reflejo y la silla se tambaleó hasta caer, provocando un estruendo. Todos en la mesa me miraron, sorprendidos. El hombre del moño me miraba, misterioso y divertido, desde el otro lado de la mesa. Levanté el mantel y me recibió solo un vago reflejo de mi cara sobre el piso negro: las patas de la mesa y las piernas de los demás comensales. Pedí disculpas como pude y me senté nuevamente. Tenía la cabeza embotada. La sensación de ensueño no se iba, me molestaba terriblemente. Creía ver por el rabillo del ojo que aquel hombre me observaba. Pero cada vez que quería atraparlo mirándome, él se mostraba concentrado en la conversación con quien parecía ser su esposa, una mujer elegante de ojos celestes.

Comencé a prestarles atención a los demás comensales. Sus miradas me inquietaban: no sabía qué sucedía, era como encontrar en los reflejos de sus pupilas aquella misma vaga imagen de mí mismo que encontré en el piso negro bajo la mesa.

Otra vez sentí que algo se movía y me tocaba las piernas.

Me apresuré a ver nuevamente: nada, sólo el negro del suelo espejado.

Subí la cabeza y la imagen de la comida frente a mí me dio arcadas. Un revuelto asqueroso de vísceras goteantes que aún se movían estaba frente a mí, como plato principal. Me tapé la boca para no vomitar y Sofía se volteó:

—¿Estás bien mi amor? —me preguntó, mirándome con sus hermosos ojos café.

La miré, me sequé el sudor de la frente y observé de nuevo el plato: las papas noissette, las verduras y el pollo grillado parecían mirarme acusativamente desde la mesa. No entendía qué estaba sucediendo y me sentía enfermo. Me levanté y fui al baño a lavarme la cara.

Al volver, me senté y nuevamente sentí el movimiento bajo la mesa: era como si un animal diera vueltas y me golpeara la pierna al pasar. Levanté la cabeza y la sorpresa me hizo abrir los ojos como platos: la gente de la mesa había cambiado. Sólo Sofía, el hombre del moño rojo y su esposa seguían siendo los mismos. El hombre que estaba al lado de Sofía hizo un chiste sobre el mantel y su vestido, tal como lo había hecho su conocido al principio de la velada.

Miré mi plato y estaba vacío.

—¿Qué pasó con mi comida? —le pregunté a Sofía, consternado.

Ella me miró desconcertada:

—Te la comiste Fabián, ¿Qué le va a pasar a tu comida? ¿Te sentís bien?

No me sentía bien, no recordaba haber probado un bocado y ni siquiera recordaba que el mozo hubiese pasado por la mesa. Me paré para ir afuera a tomar aire y, en el camino hacia la puerta, me percaté de que los manteles de las demás mesas eran azules. Me pareció extraño que sólo nuestra mesa tuviese un mantel rojo. Sofía me alcanzó en el patio. La cabeza me daba vueltas y el aire fresco me ayudó a despejarme. Volteé para verla, su rostro y su sonrisa siempre hacían que la cabeza se me aclarara.

Ahora su vestido era azul.

Mis piernas flaquearon y me senté en el piso. Las sienes me estaban por estallar. Sofía me ayudó a levantarme y decidimos irnos a casa: no me encontraba bien, nada en esa noche había estado bien. Fuimos hasta la mesa, nuevamente, para buscar nuestras cosas. El hombre del moño rojo me miraba fijamente desde el otro lado. Su bigote se fruncía en una extraña sonrisa, no sabía si era burlona o condescendiente.

Otra vez el movimiento bajo la mesa.

Atiné a levantar el mantel rápidamente, para ver de una vez por todas de qué se trataba.

Lo que vi me hizo vomitar inmediatamente sobre el piso negro: las piernas de los comensales eran una masa purulenta de músculos y venas que se unían y se movían gorgoteantes y deformes. Giraban, se lastimaban y retorcían dejando manchas viscosas, refregándose contra el vómito. Levanté por última vez la vista y el hombre del moño rojo ya no estaba. En su lugar había un tipo con una corbata horrible y una chica de vestido rojo. Me arrastré hacia atrás por el piso, incapaz de respirar. Con el primer aliento que logré tomar, grité lo más fuerte que pude.

Desperté de pie frente a la puerta del departamento. Ella me acompañaba, tenía su mano en mi espalda.

—¿Estás bien, querido? —me preguntó. Sus ojos celestes brillaban en la luz mortecina del pasillo.

—Sí, gracias, éste ha sido duro. Se resistió bastante.

—Lo noté. Además era muy escandaloso.

—Tuve que esforzarme… quizás ya estoy viejo para estas cosas.

—No seas tan duro con vos mismo, todos hemos tenido malas noches y presas difíciles.

—Es verdad —le dije. Me paré frente al espejo y comencé a quitarme el moño rojo.


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